Kadish por la pena y el desamor

Crítica de «Poeta en Nova York» no blog La Sinrazón del Testimonio

Valiente y novedosa, la propuesta escénica de Paloma Lugilde es un artefacto teatral provocativo y resbaladizo que trajina al espectador sobre arenas movedizas y lo invita a adentrarse en un poema repleto de ecos y reverberancias subterráneas. La alquimia de los textos de muy difícil encaje dramático se pone al servicio de la acción escénica que no es más,-ni menos-, que el despliegue de la Trinidad surgida del interior del poeta, sobre la que se vierte todo su desamparo ante el amor perdido, la infancia desaparecida ,el anhelo de un hijo imposible; argamasa que une el paisaje de desesperación, dolor, ruina e intemperie que es la ciudad de Nueva York y el alma de García Lorca.
El expresivo mecanismo escenográfico, nos dirige no sólo hacia la intuición profunda, sobre la esencia de la vida moderna, sino que nos conduce a la intelección de una redención amorosa del hombre y del universo. Propuesta afín a las manifestaciones del surrealismo: eliminación del control lógico, ansia de comunicación, evasión de la realidad puramente sensorial, describe una realidad casi desaparecida en la que prima lo innombrable. La realidad exterior no se nos muestra como tal, sino que aparece destilada en cada cuadro, alambicada en capas simbólicas que transpiran una realidad espiritual subconsciente, distinta.
Es una experiencia teatral exigente, aristocrática, confiada a la capacidad del espectador en reproducir por contagio todo el desamor, la soledad, la angustia y la desesperanza que emergen en cada cuadro como sacadas de la chistera de un prestidigitador.
La labor actoral es sobresaliente. La polivalencia de Sergio Zearreta (Traje), la poderosa presencia escénica de María Roja (Forma) y la delicadeza gestual y clara dicción de Sabela Eiriz (Ceniza) crean un conjunto verosímil de personajes exhaustos, llenos de miedo y afectos rotos, reflejo oscuro de lo que no se dice, del hueco creado en la mente del poeta.
La imagen es el elemento dramático principal. En ocasiones la velocidad modulada de la acción, se resiente de cierta arbitrariedad y barroquismo en los gestos dramaticos . Algunos cuadros ( abuso del tiempo en escena de la canción, cierto manierismo en los gestos ) cortan la fluidez y estancan un tanto el ritmo, que, a pesar de ello, en líneas generales huye del automatismo psíquico y respira con el texto, abismando al público al mundo interior del poeta , desbordante de asociaciones subconscientes, y recuerdos de la infancia, donde lo onírico tropieza con la realidad. La ergástula escènica lo domina todo. La abundancia de las visiones, hasta el punto de que es posible considerar al libro entero como un enorme ensueño, nos muestra una de las características fundamentales de la representación surrealista, y del ethos de la directora : la inexistencia de un plano real al que referir la imagen. Las imágenes no mencionan explícitamente en el poema a qué realidad se están refiriendo. Será una realidad de índole espiritual de contornos vagos, no definidos. Es característico de la visión surrealista la violación de las leyes de la materia y de la lógica, y esto lo efectúa y resuelve la dramaturgia de Paloma Lugilde de forma notoria. No es posible traducir en un lenguaje teatral lógico- racional el logos lorquiano, escollo que se salva de manera acertada con un montaje en cuadros, una pura irrealidad, incoherente a simple vista, que, empero, se desliza severa ante el escrutinio atento del espectador.
Las leyes del espacio y el tiempo se encuentran ineluctablemente violentadas, como también sucede con las leyes de la materia. El poemario se traduce en una ’mise en scène’ anti-aristotélica, híbrida, binaria: racional e irracional, lógica y arbitraria. Un arrojado trabajo con escoplo sobre el texto del que saltan esquirlas de verdadero teatro. Sobre las tablas del Gustavo Freire se delimita un espacio appiano, de geometría cuadrada, acotado por cuatro hiladas de tablones de madera sobre estructuras metálicas y dentro de él, a dos alturas, otra estructura similar a las anteriores, lugar central del sacrificio y tuétano del rito: Erotismo gélido, fuego y agua, danza pristina, negritud, sacrificio animal, pesadilla, disolución de la razón, desdoblamiento, discursos solapados.
Retengo la escena del cuerpo desnudo de Forma tendido e iluminado por un tenue albayalde zurbaranesco (excelso trabajo de luces firma de la casa de Alfredo Sarille y David Regueiro) instantes antes de que el agua jabonosa y las manos de Traje y Ceniza lo fundan en la nada.
Un Lorca que nos aborda ,nos calibra, y nos refleja. Federico, siempre Federico, renovado impulso para nuestro asombro. Inagotable.

Fotografía: Mario Herradón

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