Martes de carnaval. Tradición y actualización de Valle-Inclán

Crítica de Óscar Brox

Las adaptaciones teatrales de textos clásicos forman la columna vertebral del teatro. Hasta el punto de que, en numerosas ocasiones, sirven de termómetro para medir la actualidad de los textos, la modernización de la escena y, en definitiva, la actualización de aquellos nombres inscritos en la tradición dramática del género. Si Shakespeare es el punto de encuentro de creadores como Miguel del Arco o Thomas Ostermeier, esa autoridad exigente que les invita a dar una vuelta de tuerca a su puesta en escena en busca de la frescura del texto, Ramón María del Valle-Inclán lo es en el caso de Marta Pazos. Y decimos bien al hablar de frescura y exigencia, en tanto que las palabras del autor de Luces de bohemia conservan lo primero y conducen a todo posible intérprete hacia lo segundo; algo que, ya lo adelantamos, Martes de carnaval cumple con mérito.

Martes de carnaval contiene dos obras de Valle-Inclán, Las galas del difunto y La hija del capitán. Para la primera, Pazos nos sumerge en ese esperpento arraigado en un imaginario más tradicional, rural, si se quiere, en el que los soldados buscavidas de la Guerra de Cuba vuelven a casa con una mano delante y la otra detrás. Sin oficio ni beneficio, salvo el que puedan rapiñar a la menor ocasión. De ahí que Pazos construya la acción a partir de dos situaciones: la de la muchacha metida a fulana, rechazada por el padre boticario; y la del soldado que, sin conocer la relación entre ambos personajes, irrumpe en medio de ellos en busca de cuartos para proporcionarse una vida mejor. Que, al fin y al cabo, es el tema que late en el fondo. Ese pragmatismo canallesco que, en tiempos de hambre y miseria, nos lleva a robarle la ropa a un muerto para tener otra apariencia frente a los demás. Algo atroz y, al mismo tiempo, sin importancia, pues el elenco de personajes que rodean a los protagonistas no puede hablar sin desvelar sus mezquindades. Lo bonito de este primer relato radica en el equilibrio que le concede Pazos y su equipo artístico a la estética valleinclanesca y a su lectura contemporánea. De manera que son especialmente brillantes las imágenes sobrenaturales en las que los actores recrean aquellos tiempos de rimas y leyendas. La sorna, la ternura, la brutalidad más natural, medidas y combinadas con la maestría de una precisa puesta en escena. Con ese juego de luces dibujadas sobre un escenario diáfano, sobreimpresionadas en la pared como si se tratase del último sol de la tarde o del azul nocturno que baña los muros de un cementerio. En las que los cuerpos del reparto se mueven con la elasticidad circense mientras juegan con las palabras de Valle. Con sus dobles sentidos y sus proyectiles disparados contra los estamentos de la época. Contra ese clero que anda más preocupado por los asuntos monetarios que por los espirituales. O contra esa sociedad de alta cuna y baja cama.

Si gozosa es la lectura de Las galas del difunto, la de La hija del capitán es puro riesgo. Con Pazos jugándoselo todo en una modernización del texto de Valle-Inclán que cualquier imaginaria durante los últimos coletazos del franquismo, en los años previos a la transición. En esos años de agitación en los que el esperpento, pensamos, tiene que doler más. Como un puñetazo directo a la mandíbula. Y en verdad no puede ser más brutal su arranque, con ese personaje femenino convertido en el objeto sexual del poder militar. Un poder militar, reflejo de aquella sociedad putrefacta, representado en la figura del actor Miquel Insúa, que dibuja con brillantez la babosa seguridad con la que detentaban un derecho y una fuerza. Cualquiera diría que Pazos no se ha guardado nada: pasa sin dificultad de la habanera a la música electrónica, de personajes que uno imaginaría protagonizando un melodrama de Nicholas Ray a otros que están a caballo entre la burguesía del cine de Pier Paolo Pasolini o de la sociedad bruta y fea de las películas de Fellini. Y todo ello sin perder ese aire de celebración; en primer lugar, teatral. Porque en verdad supone un tour de force que la directora gallega solventa con inventiva y oficio. Dejando una parte a la expresión corporal -qué bellos esos instantes de silencio, pura coreografía en movimiento- y otra a la visceralidad con la que lee a Valle-Inclán. Con la que transforma sus palabras hasta actualizarlas, dejando que respiren en un contexto que a todos, por brutal y cercano, nos resulta terriblemente familiar.

Resulta hermoso encontrar una fuerza creadora capaz de exprimir la brillantez de un autor como Valle-Inclán en un montaje tan imaginativo y, al mismo tiempo, tan exigente con el espectador. De esos en los que la risa te lleva al escalofrío, este a la preocupación y, quizá, al espíritu de provocación. Porque Martes de carnaval no solo nos invita a gozar del esperpento, como se gozaba aquel desfile de moda eclesial en la Roma de Fellini, sino a disparar sobre todas esas figuras de autoridad que son carne de sátira: el clero, el ejército, la santa familia corrompida por las intimidades más turbias. Estamentos que Pazos y su elenco de intérpretes, todos ellos sobresalientes, desnudan con gracia y atrevimiento. ¿Se puede pedir algo más? Difícil encontrar una bocanada más fresca que esta que nos hizo llegar el Centro Dramático Galego. Lección magistral de cómo adaptar a un clásico sin, por ello, dejar de actualizarlo a cada escena.

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