‘Neorretranca e Posmorriña’, o de ideas, esfuerzos y resultados
Crítica de Hugo Álvarez para Butaca en anfiteatro
Mucho se ha escrito sobre la delicada situación y la peculiar forma de producción del Centro Dramático Galego que, entre otras cosas, desde hace unos años sólo presenta una producción propia por temporada. Desde luego su rumbo y su destino son inciertos; y hay muchos aspectos –de programación, pero no solamente…- que deben cambiarse urgentemente si se quiere que el Centro Dramático Gallego tenga la repercusión nacional que debería y a la que se supone que se aspira. Al margen de este hecho –escalofriante, se mire por donde se mire- y de que, entre otras cosas, ha de exigirse un volumen de producción mucho mayor –y unas condiciones de trabajo más idóneas- no se puede negar que ha habido apuestas valientes –los dos últimos años se apostó por Valle-Inclán, incluyendo pequeñas giras fuera del territorio gallego – como debería ser siempre- y con Divinas Palabras Revolution se llegó incluso a hacer temporada en gallego en el Teatro Español, una gesta nada despreciable. Quizá sea por eso que hay que tomar conciencia a la hora de seleccionar bien qué se produce. Las apuestas por Martes de Carnaval y Divinas Palabras Revolution –dos Valles en gallego, con conceptos escénicos arriesgados y direcciones de renombre- pueden gustar más o menos; pero tenían un peso específico.
Este año el CDG propone un programa doble de dramaturgia gallega contemporánea que incluye dos obras independientes de dos autores –Fantasía nº5 en Sol… ou non, de Esther F. Carrodeguas y Boisaca ou a Divina Desgraza, de Roi Vidal Ponte- reunidas bajo el epígrafe Neorretranca e Posmorriña que conforman un espectáculo que supera las dos horas y media de duración y que se ocupa, desde distintos prismas, de la configuración de la identidad gallega. La pieza de Esther F. Carrodeguas –que abre la velada- es de corte más poético, físico y hasta posdramático; mientras que la de Vidal Ponte puede leerse como un homenaje a la herencia que nos ha dejado su padre –el dramaturgo Roberto Vidal Bolaño- a él y a todos los gallegos, a través de un esperpento que mira con cierta retranca a tópicos gallegos, símbolos galleguistas y; ante todo, un texto a medio camino entre la ironía y la nostalgia con mucho de autoficción. El nexo de unión de ambos textos es, como digo, la identidad gallega; desde dos puntos de vista. El proyecto nace de una suerte de taller en el que participaron doce dramaturgos, de los que estos dos se seleccionan para montar. El montaje está dirigido por una directora e interpretado por diez actrices –que, además, son bailarinas, performers y cantantes- y el concepto podría haber tenido cierto interés. Y aunque hay buenos medios y un equipo entregado; la verdad es que algo no termina de cuajar en esta propuesta.
Fantasía nº5 en sol… ou non –el texto de Esther F. Carrodeguas que abre la velada- es una pieza de teatro fundamentalmente físico, coqueteando a veces con el posdrama, en el que los textos son sólo un elemento más de un todo. Espacio prácticamente vacío –apenas unos bancos y una vulva gigante cerrada en la pared- para una pieza en la que las diez actrices recrean imágenes –verbales o físicas-, retan a intentar definir Galicia sin caer en ciertos tópicos que se enumeran, ponen casi en combate la ropa gallega clásica con las marcas –la sombra de Zara es evidente- intentando deshacerse de estas últimas o se preguntan si deben matar un cerdo en escena como símbolo de verdadera identidad gallega. Todo ello en retazos, ráfagas textuales que se completan con figuras físicas, música –muy bien seleccionada, y lo mejor de esta propuesta- y un material, en suma, esencialmente expresivo; exigente desde luego para las actrices pero que nunca alcanza ni un desarrollo del todo sólido. El resultado es ese: una anécdota con momentos mejores y peores – siempre pensando en el aspecto plástico-, bien musicado; pero que se torna demasiado extenso para lo que quiere contar. Comprendemos el mensaje, comprendemos la suma de diversos códigos para llegar a un todo – no todo en el teatro es la palabra, por supuesto-; pero nos hubiera gustado que esto fuese un poco más allá y la sensación de que la pieza se pasa de metraje nos invade.
En Boisaca ou a Divina Desgraza se nos presenta una actriz encarnada en el mismísimo autor de la pieza –Roi Vidal Ponte- que, al tiempo que debe escribir la pieza que el CDG le ha encargado –con simpáticas pullas al modelo de trabajo de la institución- repite una y otra vez que “original es lo que tiene orígenes” y reflexiona sobre sus propios orígenes: su padre –el añorado dramaturgo Roberto Vidal Bolaño, que en Galicia no necesita presentación alguna- y su madre –la veterana actriz gallega Laura Ponte-. Acto seguido, recuerda el velatorio de su padre, que tuvo lugar en ese mismo teatro. Se propone de algún modo intentar matar al padre; hasta que, de esa vulva gigante que preside la escenografía, nace, emerge, la mismísima Mary Wollstonecraft Shelley –autora de Frankenstein-. Aunque no se conocen, sí se reconocen mutuamente como personalidades inevitablemente ligadas a algo que les define más allá de sus nombres. Así, Roi Vidal y Mary Wollstonecraft emprenden la búsqueda del padre por un Santiago de Compostela nocturno, a medio camino entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. En su viaje a modo de aquelarre por una Compostela trasmundana se encontrarán con toda una serie de variopintas personalidades –desde Castelao, que se cree todavía en Chacarita, hasta Isaac Díaz Pardo, Rosalía de Castro, las dos Marías, la cantante Pili Pampín o la sombra sin cabeza- en lo que podría considerarse una especie de esperpento contemporáneo –que bebe de referencias como Doentes, de Vidal Bolaño; y obviamente Luces de Bohemia, de Valle Inclán- que, más que a la formación del sentimiento gallego, es un homenaje a la nostalgia, a una figura dramatúrgica gallega ilustre como es la de Vidal Bolaño; al tiempo que mira a lo mejor –la alta cultura- y lo peor –lo más kitsch- de la cultura gallega. Es, desde luego, una pieza más interesante que la primera de este programa, va bien de ritmo, ágil de diálogos y tiene algunos golpes bien traídos –la ironía metateatral con la que el autor se ríe de sus propias escenas, algunos retratos…-, si bien va dirigida a un público muy concreto: parece aconsejable conocer tanto las múltiples referencias culturales que encierra como la figura de Roberto Vidal Bolaño en sí misma para su correcto disfrute. Entendiendo su significado, hay que señalar que es una pieza escrita desde, por y para Galicia; y ante todo un gran homenaje de un joven autor –Vidal Ponte- a la figura de su padre, que tanto significa para él. La nostalgia es un factor fundamental; y se necesita entrar en esa nostalgia para el correcto disfrute de una función entretenida; pero que juega con unas referencias muy concretas: si no se tienen de antemano o no se entra en el juego, el asunto perderá interés. Como a la obra anterior, quizá le sobre un poco de metraje –y, aquí, hasta el propio autor ironiza sobre el relleno que pueda contener su obra-; y algún chascarrillo se pasa de evidente –sí, no falta la esperadísima gracieta de comparar indirectamente a Roberto Bolaño y Roberto Vidal Bolaño-.
Programa doble un poco sui generis. En primer lugar, porque el nexo que une ambas obras es muy sucinto, mucho menos firme que el de otros programas dobles: la identidad gallega parece un nexo temático muy general. ¿Tiene un sentido real hacer ambas obras juntas? ¿Qué se aportan la una a la otra como para formar un díptico? Las preguntas quedan en el aire. Además, este programa –como apuesta por la dramaturgia gallega contemporánea- podría tener cabida en una programación en la que el CDG produjese varios montajes anuales… Siendo una única producción anual, sin embargo –y viniendo de Valle-Inclán, nada menos- creo que debemos elevar el nivel de exigencia a la hora de decidir qué montar. Y es que Neorretranca e Posmorriña encierra dos textos que se dejan ver pero van dirigidos a un público muy concreto –montados en Galicia y para Galicia… va a ser complejo que esta propuesta pueda girar por el resto de España, y tampoco parece pretenderlo-, de manera que podríamos decir que el CDG ha rebajado considerablemente su nivel de autoexigencia –no debemos olvidar que viene de una estancia en el Teatro Español, con una producción exitosa-; y que distan de ser lo mejor de sus autores. Quizá ese sea el mayor problema de este montaje: se han puesto grandes medios al alcance de dos textos que no pasan de la curiosidad, cuando es la única producción propia de la temporada. Hay un gran equipo y muchos medios al servicio de la propuesta; pero los textos no terminan de volar todo lo alto que sería deseable: el de Carrodeguas puede verse como un juego experimental y el de Vidal Ponte como un homenaje hacia una nostalgia muy concreta, puede que demasiado concreta si buscamos ampliar su público potencial. En una temporada de cinco o seis títulos, este espectáculo sería algo anecdótico: a una única carta a uno le queda el deseo de haber visto a este mismo equipo artístico al servicio de materiales dramáticos con mayor calado.
El espectáculo da lo mejor de sí. en todas sus vertientes Una directora y diez mujeres sobre el escenario, procedentes de diversas disciplinas y con diferentes energías uniendo sus fuerzas para que la cosa resulte. Desde luego, se nota que han hecho piña y que se dejan la piel por dar el mejor resultado posible con los materiales con que cuentan. Gena Baamonde se ha empleado a fondo por insuflar vida a estos textos –sobre sugestiva escenografía de Marta Pazos, coronada por esa inolvidable vagina…-, y la mayoría de las veces lo consigue; sobre todo en la segunda pieza, en la que explota la comicidad gracias también al variopinto vestuario. Bravo también a la selección musical –especialmente espléndida en la primera pieza-. Si en la primera pieza el trabajo es más físico, más coral y menos lucido, todas las intérpretes echan el resto – y eso que la función no deja las cosas fáciles-, si bien se puede destacar que son aquellas con formación en danza quienes mayor partido sacan de esta pieza. Pero es en la segunda en la que podemos disfrutar de las posibilidades reales del equipo, desde el sosiego con que Mercedes Castro abre y cierra la pieza –como el autor; luego aparecerá también muy certera como Castelao-, al festival de histrionismo medido a placer al que se lanzan sin miedo tanto María Roja como Areta Bolado en el joven Roi y Mary Shelley respectivamente: la función es suya y se la ganan a pulso. Pero hay más, y hay que mencionarlas a todas, porque no es sencillo lo que hacen: Raquel Espada, Ánxela Blanco, Olga Cameselle, Anabell Gago, Atenea García, Andrea Quintana y Laura Villaverde lo dan todo, y hacen aparecer en este esperpento a toda una pléyade de personajes que aportan con acierto el aliento cómico a la pieza, con muchos momentos francamente desternillantes. Todas en su sitio, todas volcadas –y no es fácil-, todas con posibilidad de lucirse y luciéndose; y todas remando en una única dirección, en un esfuerzo por engrandecer el espectáculo. Fuerte aplauso a todas. Se agradece y se aplaude la entrega; y nos queda la pena de no haber visto a este mismo equipo reunido en torno a materiales dramáticos de mayor enjundia. Lo merecían.
El resultado es un espectáculo de buena factura; que engrandece dos textos que, sin estar mal, no pasan de la mera curiosidad. El nexo, justo; la duración total, a todas luces excesiva. ¿Hubiese sido un montaje interesante para el CDG? Seguramente; pero nunca debería haber sido la única gran apuesta del año, máxime cuando se cuenta con tanto talento para sacarla adelante.